Un reciente estudio del Centro para la Integración Sociourbana (CISUR) reveló que las personas que viven en barrios populares de Argentina tienen una edad promedio de fallecimiento cercana a los 60,6 años, es decir, 11 años menos que el promedio nacional, que ronda los 71,6 años.
📊 Datos clave
En estos barrios, el 47,77 % de las muertes ocurrieron entre los 15 y los 64 años de edad, frente al 22,29 % en la población general.
Las mujeres en barrios populares fallecen en promedio a los 62 años (12,3 años menos que la media nacional femenina), y los varones a los 59,4 años (9,5 años menos que el promedio masculino).
Más del 97 % de estas viviendas no tiene acceso a cloacas, el 92 % carece de agua corriente segura y el 66 % cuenta con conexiones eléctricas informales.
En cambio, la presencia de personas mayores (65 años o más) en barrios populares es dramáticamente menor: solo el 2,6 % de la población tiene entre 65 y 79 años (vs. 9,1 % nacional) y apenas 0,3 % supera los 80 años.
🔍 Lo que nos está diciendo la data
Las cifras no solo muestran una diferencia “estadística”: señalan una realidad estructural. Que uno nazca o viva en un barrio popular hoy en Argentina implica menor acceso a servicios básicos, mayor exposición ambiental, precariedad habitacional y mayor riesgo de muerte temprana. Como lo describe una vecina del Barrio Padre Carlos Mugica:
“Conozco gente que muere a los 45, 50 años… 60 años gracias si llegamos.”
Esto significa que la vejez es un privilegio en muchos de estos asentamientos, y que la vida activa (trabajar, sostener una familia) se ve interrumpida con mayor frecuencia.
🧩 Una mirada social crítica
Este tipo de brecha —11 años— no puede entenderse como algo natural ni inevitable. Se trata de desigualdades acumuladas en vivienda, salud, educación, trabajo y ambiente.
No es solo que “viven menos”: vidas truncadas implican hogares con menos ingresos, cargas de cuidado más tempranas, niños que crecen sin abuelos o sin referentes mayores.
Las políticas públicas suelen responder con parches, cuando el problema es profundo y estructural. Esta brecha interpela al país en su conjunto: ¿cómo construimos una sociedad donde el lugar de residencia determine cuántos años se puede vivir?