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Recordando a Enrique Angelelli: Donde muere el asfalto

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Recordando a Enrique Angelelli quien un 24 de agosto pero de
1968 asumía su ministerio pastoral como Obispo de La Rioja.

Lo que sigue es un texto de Arturo Paoli donde describe el viaje que Angelelli
realiza desde Córdoba a la Rioja para asumir como Obispo y también el viaje que,
recorriendo la misma ruta, emprende 8 años después desde La Rioja hacia Córdoba,
y en cuyo trayecto es asesinado.

Donde muere el asfalto

La calle de asfalto que sale desde Córdoba, una de las ciudades más importantes
de Argentina por su desarrollo industrial y su tradición cultural, de repente se estrecha, se
vuelve pobre, áspera, accidentada. Una miserable capa de asfalto impide que las
piedras, puntiagudas como los cardones que costean la calle, pinchen los neumáticos.

Los autos tienen que pasar en una sola fila y continuamente moverse hacia la banquina
de piedra para el adelantamiento.

“Punta de los Llanos” es el nombre de esta área fronteriza. Después de haber
superado la pintoresca “sierra” de Córdoba – es evidente que está cuidada para recibir los
turistas y ocupada en todas sus ondulaciones por mansiones y casinos de los cuales se
celebran o se difaman las maquinarias lujosas – se entra en una llanura que se ha
escapado de la mano del hombre. Las cabras flaquísimas que comen no se sabe bien
qué, transmiten sus quejidos, contando que ahí, en esa flora hirsuta, viven unos hombres.

Quien resiste a la tortura de esta travesía, atraviesa una puerta vigilada como
debían ser aquellas de las ciudades-castillo del Medievo, pasa la franja de los míseros
ranchos de barro, y llega a una plaza aristocrática, afinada por los árboles y por la
humilde, delicada cortesía de la gente que, a turno, ahí permanece como en un salón.

Más allá de esta plaza, salen caminos que inmediatamente ascienden por los valles
y se abren sobre imponentes paisajes, de otro planeta. Preparado por la valiente travesía
del llano, el turista que continúa su viaje hacia el norte o el este recuerda, como un remoto
pasado burgués, el paso por la sierra de Córdoba.

Todo lo que le aparece es grandioso, austero y viril. En la Sierra de Córdoba el
hombre ha aceptado el don de la naturaleza y, reduciéndola a su medida, la ha
corrompido. El hombre riojano ha dejado que Dios sea Dios, que la belleza no pierda la
función de desafiar al hombre, de consternarlo para desarraigar de él la mezquindad y la
cicatería que caracterizan sus relaciones y todo aquel que él llama creación.

A los amigos, él, el hombre cuyo recuerdo me atormenta y me calma al mismo
tiempo, contaba que allá donde moría el asfalto rico y empezaba la calle pobre, el día en
el que empezaba la travesía no como turista sino como obispo, se había bajado del auto,
se había arrodillado y había besado esta frontera.

Le vinieron a la mente las palabras que son el preludio obligado de una vida que se
vuelve elección: “Deja tu país, los de tu raza y la familia de tu padre, y ve a la tierra que te mostraré”.

El beso del novio

Justo ahí donde empieza la calle de los pobres, ocho años después, el obispo se
ha caído. Lo han dejado seis horas abandonado en la calle, aquellos que querían hacer
desaparecer los indicios del asesinato.

Su sangre ha penetrado lentamente en aquella tierra que de verdad era su casa. El
vehículo que incansablemente lo transportaba a su inmensa diócesis deshabitada (un
habitante por kilómetro cuadrado) fue recogido inmediatamente para que no documentara
el asesinato. Y el cuerpo quedo como signo – los asesinos no lo pensaron – de aquella
comunión que existía entre el ciudadano de la Córdoba aristocrática y la tierra riojana.

Muchas veces he comparado el beso del obispo Angelelli con el beso de San
Francisco en la cara del leproso. El gesto puede parecer teatral, y lo es cuando el beso no
es signo de compromiso, no asume nada y nadie, pero el suyo fue el beso del novio.

Me contaba que todas sus fibras le gritaban de darse vuelta, hacia la calle rica, que
no estaba yendo solamente hacia los casinos, y las mansiones de los ocios, sino también
hacia los amigos, los obreros de los barrios de Córdoba, hacia aquellas comunidades que
visitaba continuamente con su moto, animándolas a defender el derecho al trabajo, a la
casa, a la vida.

Pero sentí que ahí, donde muere el asfalto, lo estaba esperando el leproso que no
puede atravesar la frontera. Y el beso era el signo de la promesa que en los ocho años no
ha traicionado nunca.

En aquel preciso momento, lo que quedaba a sus espaldas no le pertenecía más, y
aquello, hacia el cual se dirigía, se convertía en su nueva patria.

Nacía en él una manera de pertenecer a la tierra riojana, que era muy original. No
era el estilo insolente, de aquellos que tienen el poder y hablan de la ciudad que
administran como de “su ciudad”, como si hablaran de una propiedad venida a ellos por
derecho de herencia. Su temperamento telúrico, capaz de asimilar por todos los poros, lo
había ayudado a internalizar en poco tiempo esta tierra fascinante, su historia, las
personas que sufren como ningún otro argentino.

Él pudo restaurar la dignidad de su gente, que se hacía cada vez más escasa por
el empobrecimiento de la tierra. Se había familiarizado con la historia de la heroica
resistencia al proyecto centralizador de la ciudad portuaria que había unificado todas las
provincias, destruyendo su identidad y centralizando todos los recursos económicos.

El texto es parte de un escrito más amplio de Arturo Paoli titulado “EL
MARTIRIO DEL OBISPO ANGELELLI”. La traducción al español del original en
italiano lo realizo Prof. Katia Carlucci

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