CULTURA

PERÓN, COOKE Y LA EPISTOLARÍA DE UN LEALTAD REVOLUCIONARIA

Published

on

(*) Autor
La historia del peronismo está tejida con la paradoja de ser, al mismo tiempo, un movimiento de una sola cabeza y de mil cuerpos en pugna. En el centro de esta contradicción, la relación entre Juan Domingo Perón y John William Cooke constituye el eje dialéctico más fascinante y determinante de su evolución ideológica.
Su intercambio epistolar, sostenido durante los años de proscripción y exilio, no fue una mera correspondencia entre un líder y su delegado, sino el laboratorio donde se forjó el peronismo revolucionario, un crisol donde la lealtad inquebrantable se mezcló con la crítica más feroz y la visión geopolítica más audaz.
La anécdota del último viaje de Cooke, enfermo de cáncer, en ese viejo Kaiser Carabella, no es un mero dato biográfico. Es una potente metáfora política. El recorrido preciso, el silencio cargado de significado, la ruta que bordea la embajada norteamericana —símbolo del imperio que ambos combatían—, y la revelación final en las puertas del Hospital Clínicas, son actos cargados de simbolismo. Cooke no solo estaba haciendo un viaje físico; estaba cerrando un ciclo histórico. Al evocar su propio rol como chofer de Homero Manzi, otro ícono de la cultura nacional que moría en la misma lucha, Cooke establece una línea de continuidad sagrada en la resistencia. Le está diciendo a Lafforgue, y al movimiento, que la lealtad no es sumisión, sino un servicio consciente que a veces implica conducir a los próceres a su destino final, asumiendo la responsabilidad de mantener viva la llama de su legado. Ese último abrazo es la transmisión del mandato revolucionario.
Esta anécdota define la naturaleza de su relación epistolar: no era la de un jefe que da órdenes a un subalterno, sino la de dos estrategas que debaten el destino de un movimiento. Perón, desde el exilio en Madrid, encarnaba la estrategia del «pragmatismo flexible». Su objetivo primordial era la vuelta al poder, para lo cual era necesario tejer alianzas, incluso con sectores de la derecha anti-comunista y jugar con las contradicciones del sistema. Cooke, desde su exilio en Cuba y luego desde la clandestinidad en Argentina, era la conciencia revolucionaria del General.
Su correspondencia es el registro de este forcejeo intelectual. Cooke, el «delegado personal» con plenos poderes, se transforma en el principal crítico interno. Desde su experiencia en la Cuba de Fidel, le explica a Perón que el mundo ha cambiado, que la Guerra Fría y el avance imperialista de Estados Unidos —que lo catalogaba como «peligroso elemento comunista»— exigían una respuesta más radical. Le insistía en que la alianza natural del peronismo no estaba con la burguesía nacional, sino con las revoluciones tercermundistas y los movimientos de liberación nacional. Cooke veía en el peronismo el potencial de una revolución socialista con identidad nacional, un «socialismo nacional» que Perón, siempre cauteloso, nunca llegó a abrazar por completo.
Perón, por su parte, valoraba en Cooke algo invaluable: una lealtad que no dependía del acuerdo circunstancial.
Sabía que Cooke, el «Gordo», era el único capaz de cuestionarlo desde dentro del movimiento sin traicionarlo.
Perón necesitaba esa voz radical para mantener la presión sobre la burguesía y las Fuerzas Armadas, para demostrar que tenía una opción de izquierda real si las negociaciones fallaban. Cooke era su carta más valiosa y, al mismo tiempo, su alumno más díscolo.
La famosa frase de Perón, «Cooke es el único que no me miente», encapsula esta dinámica. En un movimiento donde la lealtad a menudo se confundía con la obediencia servil, Cooke era la brújula moral. Su crítica era dura, pero siempre constructiva y desde una lealtad inquebrantable a los «grasitas», a la clase trabajadora que era la columna vertebral del peronismo.
La Dialéctica Fundacional: Apresurados y Retardatarios
Para comprender la profundidad de este intercambio, es necesario remitirse a la génesis misma del peronismo. Desde su nacimiento, el movimiento nunca fue ideológicamente homogéneo. Fue, en palabras del propio Perón, una coalición heterogénea de fuerzas que él denominaba «los apresurados» y «los retardatarios».
Esta dicotomía es fundamental. Los «apresurados» eran los sectores más dinámicos, radicalizados y ansiosos por profundizar los cambios. Representaban la vanguardia obrera, los jóvenes idealistas y los intelectuales que veían en el peronismo no solo una mejora social, sino un proyecto de transformación nacional y antiimperialista. Soñaban con traspasar los límites del capitalismo dependiente y avanzar hacia una sociedad más justa y soberana. John William Cooke fue, sin lugar a dudas, el arquetipo del «apresurado». Su viaje a Cuba y su adopción de la lucha armada como método viable fueron la expresión máxima de esta impaciencia revolucionaria.
Por otro lado, los «retardatarios» eran los sectores conservadores dentro de la misma coalición. La burguesía industrial nacional beneficiada por la sustitución de importaciones, los militares nacionalistas pero anti-comunistas, y los sindicalistas más burocráticos cuyo objetivo principal era conservar las conquistas alcanzadas, no profundizarlas. Su lema era la consolidación, no la revolución. Preferían la negociación con el establishment antes que la confrontación abierta.
La genialidad política de Perón residió en su capacidad para conducir esta tensión. Él se erigió como el equilibrista, el punto de síntesis que mantenía unido al movimiento. Utilizaba el ímpetu de los «apresurados» para presionar y obtener concesiones de las élites, al mismo tiempo que usaba la prudencia de los «retardatarios» para frenar los excesos que pudieran llevar a una ruptura catastrófica o a una intervención extranjera.
La correspondencia con Cooke es el reflejo de esta conducción en el exilio. Perón escuchaba, aprendía y se dejaba influir por las tesis de su delegado «apresurado», pero siempre manteniendo una calculada ambigüedad. Mientras Cooke empujaba hacia la insurrección y la guerra revolucionaria, Perón nunca abandonó del todo la esperanza de un retorno negociado, una «salida electoral» que requiriera del apoyo de los sectores más «retardatarios».
El intercambio Perón-Cooke, por lo tanto, es la piedra roseta para entender la fractura y la evolución del peronismo. Es el diálogo entre la estrategia y la ética, entre el realpolitik y la revolución, entre el regreso al poder y la transformación del sistema. Pero es, sobre todo, la manifestación epistolar de la tensión fundacional entre «apresurados» y «retardatarios». La muerte de Cooke en 1968 dejó un vacío inmenso. Perón perdió a su crítico más lúcido y leal, y la izquierda peronista perdió a su teórico más coherente. Sin la voz de Cooke para articular la presión desde la izquierda, el equilibrio se rompió.
El regreso de Perón en 1973 terminaría de exponer esta fractura de manera trágica y violenta, con los «apresurados» de Montoneros y la JP enfrentados a los «retardatarios» de la burocracia sindical y la derecha peronista.
Aquel último viaje en el Kaiser Carabella fue, en definitiva, el viaje final de la conciencia revolucionaria del peronismo. Cooke murió, pero las cartas quedaron.
Son el testimonio de que la verdadera lealtad no es el silencio complaciente, sino la palabra honesta y valiente, incluso cuando duele.
Son el recordatorio de que el peronismo, en su esencia más pura, fue y sigue siendo una tensión constante entre sus alas «apresuradas» y «retardatarias», entre un líder y la idea, siempre inalcanzable y necesaria, de la revolución.
(*) Fernando Silvestre

Leave a Reply

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Tendencias

Salir de la versión móvil